Queridos lectores,
Soy Don
Remigio, un antiguo profesor del reformatorio de San Eustaquio. Os contaré la
historia, lo que en realidad pasó:
Todo
empezó hace cincuenta años. Era un día de tormenta, en el cielo oscuro, muy de
vez en cuando, se encendía una vaga luz que provenía de un pequeño pueblo. No
paraban de llegar carruajes llenos de pequeños delincuentes, todos había
robado, amenazado y dañado a alguien, todos menos el pequeño Lían. Éste había
hecho algo escalofriante, innombrable. Casi nadie sabía lo que había hecho en
realidad el pequeño, pero todos le temían.
Yo
llegué al reformatorio poco después de que el niño ingresara. No sabía nada
sobre él, siempre que preguntaba a mis compañeros se quedaban pálidos,
inmóviles, pasaban unos instantes y miraban hacia otro lado sin decir una
palabra. Yo no tenía razones para temerle, aún así, cuando le veía, me
angustiaba y empezaba a sudar sin ninguna razón.
El niño
residía en una habitación húmeda, lúgubre, con las paredes desconchadas. Al
pequeño no le dejaban salir nunca de la espantosa habitación, sólo le daban
comida por una pequeña rendija de la puerta. Cuando mirabas por ella sólo se
distinguía una desdichada sombra y marcas, ¡Marcas de días! Y …uno de ellos rodeado. Al ver esto todos
los profesores nos estremecimos y decidimos tomar medidas: Aquel día señalado
en su pared quedarían confinados todos los alumnos en sus habitaciones como
medida de precaución. A cada profesor le tocaría vigilar una habitación y uno,
desgraciadamente yo, vigilaría la habitación de Lían.
Llegado
el día sentía pavor, me dolía la cabeza y todo me daba vueltas. A las doce de
la noche sonaron tres golpes en la puerta provenientes de la habitación. Yo no
le di importancia pero, de repente, un grito hizo que me paralizara. Después
sólo silencio, pero extrañamente mi miedo iba en aumento y al cabo de unos
instantes otro grito aterrador salió de la celda. Me costó tomar la decisión,
pero finalmente me encaminé a la habitación y abrí la puerta.
A
partir de ahí sólo recuerdo un inmenso dolor en la nuca y encontrarme dentro de
la habitación a solas, sin Lían. A duras penas me levanté y miré por una
pequeña ventana con rígidos barrotes de metal oxidado, vi alejarse por el
camino del reformatorio la silueta de un niño que corría. El chico se paró y
una nube de gases grisáceos lo envolvió convirtiéndolo en una siniestra sombra.
Mi
cuerpo yace aún entre aquellas cuatro paredes, más mi alma sigue al pequeño
cumpliendo por toda la eternidad mi deber de vigilarlo.
Inés Sarasua Fontanilla 3º ESO A
FIVE
Fue a las doce de la noche. A esa hora siempre estoy acostada, pero esa tarde dormí siesta, y no pude acostarme tan temprano. Solía usar calcetines, al menos en otoño e invierno. Mamá estaba cosiendo en su triste mecedora. Estaba rota por los lados y agrietada por la humedad.
Papá solía pegar a mamá. Siempre gritaba y
nunca la dejaba hablar; él decía que las cosas nunca son como nosotros
queremos, pero que siempre existía la opción de cambiarlas; pero papá no
entendía que mamá no era una cosa.
Ella me trajo polvorones y
mazapanes de casa de la abuelita. Me dijo que los guardara en el cajón de
debajo de la mesita de noche; papá siempre nos quitaba las cosas y nunca nos
pedía permiso.
Esa noche, sobre las once y
cuarto, papá vino borracho de la calle. Cuando vio a mamá se abalanzó sobre
ella y la manoseó diciéndole groserías. Ella quería apartarme de allí; me gritó
que me fuera a casa de Mati; él es mi mejor amigo; pero no podía dejar a mamá
así. Sabía que estaba mal. Pero el miedo se abalanzó sobre mí, y papá sobre
mamá, y yo corrí, y no sabía por qué, y oí gritos y sentí miedo, pero no hice
nada.
Llamé al timbre de la casa de
Mati y me dejó quedarme allí. Su madre era muy dulce y comprensiva; creo que
ella sospechaba de papá y de cómo nos trataba.
Me ofreció galletas de pepitas
de chocolate y un vaso de leche templada. Yo tenía hambre, mucha hambre. Mati y
su madre me hicieron contarles lo que pasó esa noche. Decidimos volver a casa y
llamar a la policía.
Yo estaba feliz de que todo iba
a acabar, y papá no pegaría más a mamá, y sería bueno conmigo, y sobre todo con
mamá. Pero cuando llegué, papá no estaba, sólo mamá, tumbada, bocarriba, en el
suelo del pasillo, desnuda, boquiabierta, muerta.
La mamá de Mati nos sacó
corriendo de casa y nos dijo que esperásemos en las escaleras. Ella se quedó
dentro. Al poco rato escuché las doce campanadas de la Iglesia de al lado; los
domingos iba con mamá a misa, y luego lo pasábamos bien. Rosa soltó un grito y
me hizo aterrizar de mis pensamientos. Mati salió corriendo hacia afuera, tenía
miedo y corrió, tal como hice yo, antes, pero esta vez iba a afrontar el miedo,
a entrar.
Entré a casa, y vi a Rosa pero
no a mamá. Mamá desapareció en cinco minutos. Y yo no me pude despedir. Sólo
había cinco dientes en el suelo. En forma de círculo. Es todo lo que recuerdo.
Hace cinco años que no repito
ese hecho en mi mente. Mamá siempre estuvo conmigo. Y lo está. En todas las “o”
de este texto, mamá está.
Ayer fue mi cumpleaños, y mamá
escribió un 5 en el espejo. Lo rodeó de rojo. Y la vi al otro lado del espejo.
Estaba feliz, sonriente, pero tenía una mueca que me daba algo de escalofrío.
Fue entonces cuando mamá me enseñó sus dientes. Le faltaban justo cinco. Abrió
su mano y ahí estaban. Se empezó a reír, y a reír, y a reír. Yo grité, y mamá
siguió riendo. Y alguien tocó la puerta cinco veces. Y mamá desapareció. Y el 5
se borró del espejo. Y abrí la mano y estaban los cinco dientes.
Raquel Delgado Pérez 4º ESO A
Culpa
¿Quién fue? ¿Por qué? ¿Cómo ocurrió? ¿Dónde está? Preguntas sin respuesta. ¿Por qué nadie las respondía? Yo solo quería respuestas. Mejor dicho, las necesitaba.
El edificio de ladrillo rojo, en medio del recinto ajardinado del instituto Snow Mountain, al norte de Boston, lucía en todo su esplendor al sol de otoño.
El chico de tez pálida estaba en pie delante de la pizarra, ante la clase. Había algo en él que no cuadraba. Sus ojos estaban tapados por un pelo largo, despeinado. Algo en él provocaba una fría sensación. Estaba en silencio y, a pesar de que la profesora intentaba ayudarle, no había manera de sacarle una palabra. Sin decir su nombre, agarró su mochila y se sentó al final de la clase. La señorita Pikes, que había estado al lado del chico, dijo: “Este nuevo compañero es Antón Wright, yo di clase a su hermano Stuart hace unos años. Vamos a darle algo de tiempo para que coja confianza. Bienvenido, Antón”. La sonrisa de la profesora casi logró despejar la atmósfera de frío que se había apoderado de la clase.
A la hora del recreo, sentí pena de él. Me acerqué hasta su mesa y con una pequeña sonrisa empecé a hablarle. Me presenté, le hablé de las clases y un poco de mí y después de unos minutos sin respuestas, en los que pude adivinar unos ojos color miel, huidizos, escondidos tras sus cabellos, con una voz casi inaudible dijo:
- Gracias por acercarte, Mia, yo soy Antón. Nadie suele hablar conmigo, y casi siempre estoy solo, bueno más o menos. Eres la primera persona que se me presenta en muchos años, aunque por lo menos le tengo a él.
Me alegré de poder recibir una respuesta. Aunque no me diese mucha información, pues ya sabía su nombre. Sentí tristeza al oír su voz y decidí que lo mejor que podía hacer era intentar acercarme a él poco a poco hasta que acabase consiguiendo su confianza y pudiese sentirse aceptado. Lo único que no entendía era quién sería “él”, pero supuse que sería su hermano, de quien nos había hablado la profesora.
Pasaron unas semanas y el chico fue hablando más y más conmigo. A pesar de aquello, nunca le vi sonreír ni reírse. Intenté todo lo posible, pero cuando sentía que estaba más cómodo, ya era tarde. La profesora llegó a clase como nunca le había visto. Su rostro estaba serio y sin energía y, con mucha dificultad, nos explicó que Antón se había perdido la noche anterior y que nadie sabía dónde estaba. Fue ahí cuando sentí algo por primera vez en toda mi vida. Algo que no se iría ya de mí jamás. Un aire frio me abrazó y se llevó todas mis fuerzas. Una sensación de inquietud se apoderó de mí y mi vista se tornó en un tono mucho más oscuro. Todo el tiempo sentía algo detrás de mí.
¿Qué era aquello? ¿Por qué me sentía así? ¿Dónde estaba Antón? ¿Le habría pasado algo? ¿Sería por mi culpa? Intenté ser positiva y pensar que en algún momento volvería, pero nunca volvió, nadie lo encontró. Simplemente desapareció.
Pasaron los años. Toda mi vida cambió desde aquello. Mis objetivos, mi personalidad, mi sonrisa, todo. Acabé Arqueología y conseguí un puesto en el Museo de Arqueología de Nueva York. Aunque estaba en la sección de civilizaciones perdidas, siempre me había interesado la Edad Media y la mezcla de civilizaciones de distinta religión que había existido en Europa. Mi vida se basó en descubrir qué era aquello que me comía por dentro. Aquella inseguridad que apenas me dejaba dormir por las noches. Conocí a muy poca gente desde que empecé a sentirme así y las pocas personas que entraban en mi vida se acababan alejando de mí. Todos, excepto Sasha, una chica que vivía cerca de mi piso y que trabajaba en el mismo museo que yo. Era la única que me escuchaba y que se preocupaba por ayudarme con mi problema. Fui a muchos psicólogos que intentaron mejorarme, pero ella era la única que realmente sabía cómo calmarme en los peores momentos y sabía cómo sacar el tema de mi cabeza de vez en cuando.
Encontré muy pocos libros que explicasen la sensación que sentía y pasé mucho tiempo hasta que obtuve algo de información que me sirviese. La pared de mi cuarto estaba llena de teorías sobre personas con síntomas parecidos a los míos. Hasta que una tarde todo cambió.
Como de costumbre, estaba en la misma cafetería de siempre tomando café con Sasha después del trabajo. Era un día gris. Una lluvia ligera caía sobre los ventanales al lado de nuestra mesa y al caer, las gotas dejaban regueros de formas caprichosas mientras resbalaban por la parte exterior. Era algo casi hipnótico. Sasha empezó un nuevo tema de conversación: la infancia.
- Nunca me has hablado de cómo eras de pequeña- dijo ella-. ¿Eras muy distinta a como eres ahora?
En ese instante pensé en cómo había cambiado todo y caí en aquel angustioso día, tan horrible que apenas me había parado a analizar toda la información. De nuevo me vino aquella sensación. El frío, el mareo, la angustia subiendo por la garganta. Con el café a medias, le pedí perdón a Sasha por irme tan pronto, pues necesitaba pararme a analizar todo tranquilamente.
Llegué a mi casa y me senté en mi escritorio, cubierto de pequeñas notas con lo que había ido descubriendo. Pensé que no me había parado a examinar aquella escena donde empecé a sentirme de esa manera. Como un rayo de luz, recordé las primeras palabras que el chico de pelos revueltos me mencionó: “Nadie suele hablar conmigo, y casi siempre estoy solo, bueno más o menos. Eres la primera persona que se me presenta en muchos años, aunque por lo menos le tengo a él”.
¿Y si realmente no era su hermano, como yo pensé en un principio? En ese caso, ¿Quién era él? ¿Tendría que ver con la sensación, que siempre tuve, de tener algo detrás?
Y antes de que pudiese acabar este razonamiento, algo me agarró y empezó a tirar de mí. Intenté soltarme de aquello y cuando me giré, le vi.
A él.
Antón, o algo parecido a él, pero en una versión espantosa. Una criatura gigante llena de pelos enredados, de brazos y piernas muy largas, con una cara inerte, sin expresión, con los ojos en blanco y la boca abierta en una mueca horrible. Sentí la misma sensación de frío extremo de la primera vez que lo vi, pero aún mayor. Una sensación de culpa de verle así me consumió.
Intenté separarme, pero con fuerza la cosa seguía tirando de mí hasta que me acabó tragando.
Una vez que terminó, comprendí todo. Yo veía mi cuerpo desde la criatura horrible en que me había transformado. Invisible para casi todos, terrorífica, desalentadora. Mi antiguo cuerpo estaba a mi lado, aunque mi mente estaba ahora prisionera dentro de ese monstruo. Yo intentaba poner algo de emoción en mi antiguo rostro, pero solo conseguía ver una forma de mí triste, sin emoción. Dentro del monstruo, mi alma lloraba.
Ahora lo comprendí todo. Cuando conocí a Antón, esa criatura le acompañaba. La culpa. Un monstruo horrible que se alimenta con cada pequeño error que su víctima comete, que hace que cada vez te sientas peor, más triste, más apagada, y te vas volviendo una sombra de ti mismo. Hasta que descubres que ya no eres tú misma y miras hacia atrás. Y entonces, te traga. Esa criatura horrible, yo ahora, no era visible para cualquiera. Ahora sé que esa criatura es en realidad un demonio indio: Rakhmasimatra, el que absorbe la vida. Y sé que cuando esa persona descubre todo lo ocurrido, el demonio salta a la siguiente y durante unos años vive a su lado, atormentándole con cada fallo, con cada fracaso, con cada error y, con ello, apagándole. Hasta que esa persona se da cuenta de que hay algo que le está haciendo aquello. Entonces, se materializa y se lo traga. Se queda invisible, a su lado, capturando su mente y secuestrándola hasta que encuentra otra víctima alegre, con energía, a la que saltar.
Así soy yo ahora. Una persona aparentemente normal, triste, pero normal. Y al lado de esa persona, mi mente vive encerrada en un monstruo invisible.
Y lo peor de todo es que, en esa corta vida que viví, a la última persona que conocí fue a Sasha. Y sé que Rakhmasimatra quiere que yo vaya a verla ahora para saltar a ella. Pero no, no lo haré. Escribo esto desde mi avión a España. Sé que es injusto pasar este monstruo a alguien que no conozco, pero al menos salvaré a Sasha.
Un flash me vino a la cabeza, como una explosión. Por eso, huyó Antón de mí, para no pasarme al monstruo. Se alejó para no dañarme. Aunque no lo logró porque el monstruo ya me había cogido. Un pequeño destello de alegría y de agradecimiento hacia Antón brilló en mi interior.
En fin, apago mi ordenador, que estamos a punto de llegar a España. Es triste porque sé que, al lugar que vaya, llevo a mi monstruo y a mi poder de infectar conmigo. Iré al Sur, me encanta el sol. Hay una ciudad muy bonita, con una historia impresionante y un tesoro arqueológico también impresionante. Igual la conoces.
Se llama Córdoba.
Francisco Angenjo Arjona 4º ESO A
El ladrido de la muerte
Era una noche típica de otoño
en la Sierra de Córdoba. Yo volvía a casa de mi abuela después de mucho tiempo.
Por la carretera vieja ya no se veían los animales en las fincas que lindaban
con el camino. Todo estaba en silencio y se respiraba un aire frío y muy, muy
limpio, demasiado, como cuando te vas de perol muy temprano y cuando respiras
te duele un poco el pecho y te pegas a la candela para respirar aire más
caliente.
Se respiraba una tranquilidad
que añoro cada vez que estoy en la ciudad, pero que te pone el bello de punta.
Cualquier cosa podía pasar en este escenario.
Volvíamos al pueblo a pasar el
Día de los Difuntos con mi abuela. Me gusta esta tradición, me gusta como huele
la dehesa en otoño, me gusta pasear y ver velas encendidas en las casas en
recuerdo de los seres queridos.
Iba saboreando la cena que mi
abuela nos habría preparado. Todos los años me recibe con un plato bien
caliente de sopa y de postre huesos de santos y gachas. Me gustan las
tradiciones y en cada época impregnarme de su espíritu.
Estábamos aún lejos del pueblo
cuando comenzó la tormenta. El cielo, sin luna ni estrellas, se convirtió en
una telaraña de rayos que se entrelazaban e iluminaban el camino. Para que
negarlo, eran la luz y el sonido perfectos para aquella noche. Me gustaba que
fuera así.
Llevábamos tres años sin ir. El
camino me traía un sinfín de recuerdos. Iba muy cansado. Esta semana había
entrenado todos los días y tuve varios exámenes. Me puse a mirar por la ventana
y la oscuridad invitaba a descansar. De repente, unos cuantos rayos se cruzaron
e iluminaron la entrada de la finca de don Sebastián. Don Sebastián era el
viejo alcalde del pueblo. Tenía la finca más bonita de todas. Cuando pequeño,
me gustaba pasear por ella y ayudar a Fermín a guardar las ovejas o echarle de
comer a los caballos. Y allí estaba Fermín, con su gorra, el chaleco de pana y
un buen cayado, justo en la puerta, con su inseparable Lucero. Me saludó al
pasar y Lucero saltaba y ladraba tan alto que parecía que me quería contar todo
lo sucedido en estos tres últimos años. ¡Qué ilusión me hizo ver al viejo Fermín
después de tanto tiempo! Volví la cabeza y por el cristal trasero del coche lo
vi cruzando la carretera con su rebaño de ovejas y junto a él, Lucero. Los ojos
de Lucero brillaban en la oscuridad como si fuera un lobo. Me hubiera asustado
si no supiera lo buen perro que es. “Mañana sin falta me paso a verlos “,
pensé.
- ¡Paco, despierta! - oí decir
a mi madre-. ¡Ya hemos llegado!
La abuela estaba en la puerta
esperándonos. Olía a casa de pueblo, las velas en las ventanas por los que
faltaban, el aire más frío aún… Me encanta volver a casa.
Nos sentamos todos a la mesa,
me tapé con las enagüillas dobles de mi abuela y saboreé mi plato de sopa bien
caliente. Mi abuela no paraba de hablar, estaba muy contenta de que
estuviéramos allí después de tres años. La tormenta se estaba acercando. Algún
trueno nos llegó a asustar y como no, se fue la luz. Me daba igual, me
encantaba llenar el comedor de velas, no era la primera vez. La ventana del
cuarto de abajo, donde dormía mi abuelo, se abrió de golpe.
- ¡No te preocupes, abuela!
-dije-. Yo la cierro.
Entonces. oí fuera un fuerte
ladrido.
- ¡Hombre! ¿Qué haces tú
aquí? Abuela, Lucero está en la puerta del vecino, querrá un trozo de panceta
como siempre, ¿se lo doy?
Cuando regresé al comedor, mi
abuela estaba blanca y apoyada sobre la mesa. Se había mareado.
-Paco, ¿qué dices de Lucero?
-
¡Que está en la puerta de José!
¿Qué te pasa abuela? Antes los vi cuando veníamos, a él y a Fermín en la puerta
de la finca… No sé por qué iban con el rebaño. Mañana le preguntaré.
- Paco, hijo, ¿en qué puerta
está?
- En la de José, el abuelo de
Genaro.
- Cierra bien la puerta, cielo,
y encended otra vela, que dentro de tres días vamos de entierro.
- ¿Qué dices, qué te pasa? Es
Lucero, abuela.
- Hijo, Lucero y Fermín murieron
hace tres años. Fermín se cayó a un pozo mientras sacaba a las ovejas a pastar
y Lucero estuvo ladrando sin parar tres días y tres noches. Cuando lo
encontraron, había muerto de fatiga. Desde entonces, se oyen los ladridos de un
perro tres días antes en la casa donde alguien va a morir.
-No puede ser, yo los he visto,
abuela. Fermín me saludó.
-Siempre has sido alguien muy
especial, algún día lo entenderás. Llama a tu amigo Genaro, te va a necesitar,
- dijo con la tranquilidad que da la edad.
El día 1 de noviembre a las
doce de la noche los ladridos callaron y el día 2 enterramos a José. El pueblo
se volvió a quedar en silencio. El aire ya no era tan frío. Todo volvió a
comenzar. Desde entonces, cuando oigo un perro ladrar a la puerta de una casa…,
pienso: “¿qué pasará dentro de tres días?”.
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