Eran
las siete y media de la mañana cuando desperté. Empecé el día
preparándome mi pequeño desayuno, y poco después, tras vestirme,
conseguía salir por la puerta de mi casa con mi mochila de color
grisáceo bajo mis hombros.El
cielo estaba encapotado y parecía no estar de acuerdo con que
consiguiésemos hacer la excursión a la Biblioteca Central.
Eran ya las ocho y veinte cuando iba caminando tranquilamente por la acera de color rojizo, los edificios parecían pedir a gritos una mano de pintura, los coches no cedían a tener un poco de paciencia, y el murmullo de los niños tras mis pasos podía oírse a un kilómetro de distancia.
Eran ya las ocho y media cuando estaba esperando en el pasillo del instituto apoyado sobre la blanquecina pared, cuando de repente surgió la jefa de estudios por allí. Como de costumbre, nos invitó a pasar a la clase donde nos tocaba aquella mañana . Las mochilas,al unísono, reposaron sobre las mesas de madera, mientras que la presión se podía intuir en el ambiente. A falta de veinte minutos para que los relojes de las iglesias alejadas de allí dieran las nueve campanadas, la profesora de Lengua,Fuensanta Panadero, se acercó a nuestra clase, y tras conseguir las últimas autorizaciones para la excursión de mano de los niños, nos avisó de que dentro de cinco minutos nos recogería para llevarnos a la planta baja, concretamente al salón de actos.
Pasados pocos minutos, nuestra profesora de Matemáticas entró a clase. Ya en su mesa, preguntó por el parte, una lista que debía firmarse con las ausencias del alumnado.
Pocos segundos después, éramos conducidos por medio de nuestra profesora de Lengua al salón de actos. Por el pequeño trayecto, el silencio se iba rompiendo cada vez más, aunque la profesora erradicó cualquier ruido alguno tras entrar en el salón de actos
.
Dejamos las mochilas sobre el suelo, y cada cual se procuró extraer de su mochila la tarjeta para tomar el autobús y un cuaderno u hojas sueltas junto con un bolígrafo. En mi caso, no me compliqué mucho, así que cogí mi cartera de bolsillo de un color amarillo chillón,donde tenía la tarjeta, un cuaderno de color verde y un bolígrafo negro.
Cuando todos hubieron terminado de realizar esto, la profesora volvió a pedir silencio. Aquella mañana, su pelo rubio ondulado y la expresión que mostraba nos hacía pensar que la excursión no iba a ser lo que esperábamos, sobre todo porque íbamos a ser privados de hablar en exceso.
Eran las nueve aproximadamente y ya dejábamos de ver el instituto. El cielo de nuevo pareció llamarme la atención, puesto que aún seguía cubierto de nubes grisáceas.
Bajamos
la avenida del Aeropuerto sin saber con exactitud donde debíamos
coger el autobús, y con un murmullo inaplacable pensábamos al
menos. No fue hasta pasar los juzgados, y con ello un precioso lago
de aguas calmadas, cuando pudimos avistar la parada donde debíamos
coger la línea dos de autobuses Aucorsa. Tras pasar un amplio paso
de cebra, a pesar de quedar cortado el grupo donde iba, conseguimos
llegar a la parada, y con ello, esperar unos minutos más.
Cuando
el autobús número dos aparecía a una considerable velocidad, la
pintura verde claro que debía resplandecer a la luz del sol no lo
hacía como al menos a mí me tenía acostumbrado.
Subíamos
ya al autobús sin un orden concreto, y ya tenía yo un asiento al
final del vehículo.
Tras
subir todo el mundo a bordo, el autobús comenzó su largo trayecto.
Las múltiples paradas que pasábamos no hacían más que poner
nerviosos a los chicos, y con ello, el murmullo aumentaba su
sonoridad cada vez más hasta que la profesora lo erradicaba.
Habíamos
pasado al menos cinco paradas cuando, tras adentrarnos en un barrio
desconocido para nosotros, la profesora ordenó que bajásemos.
Las nueve y veinte rondarían cuando nos introdujimos en un edificio que tenía al principio el aspecto de un cementerio, dicho por algunos alumnos. A pesar de estos comentarios, cuando hubimos llegado a la biblioteca, la gente cambió de opinión.
La tecnología ya cobraba protagonismo con sorprendentes radares que evitaban robos de material con una sonora alarma. Tras pasar por estos detectores, una mujer de cabellos oscuros y voz apagada nos atendió. Pocos minutos después, éramos guiados a una sala de ordenadores y proyecciones.
Las nueve y veinte rondarían cuando nos introdujimos en un edificio que tenía al principio el aspecto de un cementerio, dicho por algunos alumnos. A pesar de estos comentarios, cuando hubimos llegado a la biblioteca, la gente cambió de opinión.
La tecnología ya cobraba protagonismo con sorprendentes radares que evitaban robos de material con una sonora alarma. Tras pasar por estos detectores, una mujer de cabellos oscuros y voz apagada nos atendió. Pocos minutos después, éramos guiados a una sala de ordenadores y proyecciones.
La diapositiva que tuvimos que ver aquel día pareció confundir de algún modo a mis compañeros, justificando así la falta de interés alguno por las frecuentes preguntas de la bibliotecaria. Aunque la profesora de francés,Marta, junto a una lectora procedente de Canadá intentó ayudar de alguna manera, en casi toda la proyección reinó un silencio que ejercía a veces cierta presión.
No fue hasta la hora de experimentar lo que nos había sido explicado cuando el ánimo y la moral del grupo pareció recobrarse. El experimento consistía en la búsqueda de ciertos libros que nuestra profesora de Lengua nos asignó aleatoriamente. Por mi parte, me tocó buscar una obra teatral de Lope de Vega.
Las agujas de mi reloj marcaban ya las once cuando habíamos comenzado a realizar la búsqueda de ciertos libros con un silencio espectral.
Recorrimos las diferentes secciones tanto las de la planta baja como las de la planta alta que formaban la estructura de la ibblioteca Central. En cada una de ellas fuimos deteniéndonos a entender las explicaciones de la bibliotecaria, aunque la obligación de hablar bajo, puesto que montones de personas ya estaban realizando sus actividades ajenas a nosotros, nos dificultaban entenderla. A pesar de esta pequeña dificultad, tras terminar de explicarlo todo, dejaba que hiciésemos preguntas, aunque nadie rompió el hielo aquel día.
Cuando hubimos terminado de recorrer las diferentes secciones que formaban la biblioteca, una compañera cedió su tarjeta que llevaba consigo para que la bibliotecaria nos mostrase como hacer esta la operación necesaria para el préstamo de un libro, la cuál había sacado días atrás y le permitía hacer ya préstamos de libros.
Lo último que vimos fue la zona infantil, aunque los nervios a no tener recreo hicieron tensos los últimos minutos.
A pesar de todo ésto, y sin incidentes que comentar,salimos de la biblioteca tal cual entramos, con las manos vacías. Aunque ésa no era nuestra principal preocupación, sino la de llegar a tiempo de tomar nuestro pequeño almuerzo que teníamos por costumbre tomar en el recreo.
Llegamos a la parada de autobús que había cercana a la biblioteca, y que nos debía de dejar muy cerca del instituto por medio de la línea siete.
Faltaban tres minutos para que llegase nuestro autobús, pero ya sabíamos que no llegaríamos a tiempo para tener recreo. Al menos nos quedaba aún el consuelo de que el profesor de francés con el que nos tocaba tener clase en poco tiempo, nos dejase tomar nuestro pequeño almuerzo.
Eran las once y media pasadas cuando tomamos el autobús, no sin antes preguntar nuestra profesora si cabíamos en él. A diferencia del último trayecto que realizamos donde tuvimos asiento, en éste no lo tuvimos tan fácil.
El recreo había empezado a las once y media, y ya eran las doce menos diez pasadas cuando pusimos fin al trayecto en autobús.
Eran las doce en punto cuando atravesamos la verja que nos impedía salir del instituto, y poco después, tras abrirnos la profesora la puerta del salón de actos, cogimos nuestras mochilas, a lo que el instituto pareció responder con el toque del ruidoso timbre y el final de la excursión.
Alberto Ramírez Seco 2º ESO B