Dicen que Lorca le escuchó recitar una vez uno de sus
versos y sólo entendió una conjunción.
Rubén Darío jamás buscó la sencillez ni la sobriedad. Entremezcló casi toda la historia literaria del planeta, anterior y contemporánea y lo llamó “Modernismo”, la misma palabra que le tiraban a la cara despectivamente. El Renacimiento, el Barroco o el Romanticismo cruzan sus versos franceses, parnasianos, simbolistas, asomándose el esteticismo de un, por ejemplo, Wilde, “el arte por el arte” dedicado a las musas y los azules y los cisnes como santo y seña. Su obra es prácticamente un homenaje a la Literatura completa, una renovación, una adaptación, y, sobre todo, una pura creación y recreación personal, única, y, como solemos decir, intransferible.
Fue padre poético de los Machado o de Juan Ramón e
inspiración para un Valle-Inclán que lo convirtió en personaje de sus
Luces y sus Bohemias, y su sombra se proyecta por todo el siglo XX como
una obra tan irrepetible como imborrable.
El camino está preparado para la llegada de un libro fundacional del modernismo y otro de plenitud: Azul (1888) y Prosas profanas (1896), respectivamente.
En Azul surgen conjuntos cuentos y versos,
donde el esteticismo parnasiano del “arte por el arte” convive con una
renovación del lenguaje, más brillante y efectista, más colorido y
sonoro, musical, más plástico, podríamos decir. El libro desborda en
sensualismo y simbolismo, evadido hacia lo exótico o hacia la mitología
clásica -como en el cuento El sátiro sordo– o en defensa del arte de lo bello frente a la sociedad aburguesada -como en el relato El Rey burgués-. En verso, comienza Darío con su Año lírico -Primaveral, Estival, Autumnal e Invernal, que ya seguirá Valle-Inclán en sus Sonatas-,
como una alegoría del ciclo de creación poética. En el primero de
ellos, dirigido a la primavera en romance, el poeta une amor, naturaleza
y creación artística:
Mes de rosas. Van mis rimas
en ronda a la vasta selva,
a recoger miel y aromas
en las flores entreabiertas.
Amada, ven. El gran bosque
es nuestro templo; allí ondea
y flota un santo perfume
de amor.(…)
En Estival, en silvas, dos hermosos tigres,
macho y hembra, magníficos ejemplares descritos con grandes efectos
sensoriales y mitológicos se aparean, como símbolo sensual y erótico de
la creación artística, que se verá interrumpida por una escena de caza.
Un príncipe, de Gales, matará a la hembra y hará huir al macho, sin
permitir la consumación del idilio artístico. La creación se ve detenida
por la insensatez burguesa. Por último, Autumnal e Invernal, ambos en silvas arromanzadas, se aproximan al tono poético reflexivo, melancólico y pensativo:
En las pálidas tardes
yerran nubes tranquilas
en el azul; en las ardientes manos
se posan las cabezas pensativas.
¡Ah los suspiros! ¡Ah los dulces sueños!
¡Ah las tristezas íntimas!
Inmediatamente se percibe el contraste con el impulso vivo de Primaveral,
con su color renaciente y su luminosidad, frente a las tardes pálidas o
a la tranquilidad de las nubes que cruzan el significativo azul. Surgen
los suspiros, los sueños, las tristezas… en resumen, la intimidad del
poeta consigo. Por su lado, en Invernal, ya es de noche, ya hay
frío frente al calor, hay helada nieve. Es una nueva llamada al amor
ido, como la primavera, la expresión de una nostalgia hacia el amor
adolescente y primaveral. Pero ya no existe esa armonía entre la
naturaleza renacida en rosas y el ardoroso amor:
Dentro, el amor que abrasa;
fuera, la noche fría.
Tres poemas más ponen fin al ciclo poético del Año lírico en el que Rubén Darío despliega su concepción artística: Pensamientos de Otoño, donde se clama por la vuelta de la primavera -traducción libre de un poema de Armando Silvestre-; A un poeta, donde el creador es visto como un titán, un Hércules o un Sansón; y Anagke o la destrucción total por el Gavilán de la belleza cantada en los anteriores versos.
Dos grupos más de poemas llaman la atención en Azul: los Medallones,
por ser homenaje y cortejo a otros autores, por un lado parnasianos
como Lisle, y por otro norteamericanos como Walt Whitman, con el que se
siente identificado desde el sur; y los Sonetos aureos, que ya
desde el título nos dan el efecto sensorial de brillantez y color del
oro además de configurar un grupo llamativo de sonetos en alejandrinos.
En Prosas profanas el modernismo más
preciosista de Rubén Darío alcanza su cumbre. El cosmopolitismo o
escapismo en el tiempo hacia lo dieciochesco junto a los valores
sensoriales, visuales y auditivos, arrancan en el primer poema Era un aire suave,
escrito en el innovador y rebelde dodecasílabo. También en esta
composición surge ante nosotros el blanquísimo cisne, símbolo primordial
del modernismo, junto a grandes metáforas mitológicas, aliteraciones
que otorgan sonoridad, y alusiones legendarias de personajes. Este es el
tono de todo el poemario:
Era un aire suave, de pausados giros;
el hada Harmonía ritmaba sus vuelos;
e iban frases vagas y tenues suspiros
entre los sollozos de los violoncelos.
Ahora bien, sin duda los versos más conocidos de las Prosas profanas como modelo del modernismo que en ellas habita es Sonatina,ochos sextillas de alejandrinos. Las aliteraciones y la musicalidad, el
colorido, los efectos sonoros, el exotismo y el escapismo, las poderosas imágenes personales, románticas y simbólicas, las referencias mitológicas, la sensoriedad… en fin, todos los rasgos propios y archiconocidos de la renovación rubeniana.
Se añade el tema religioso, espiritual de un supuesto Cristo “vencedor de la muerte” -interpretación apoyada en el parecido de este poema con el posterior A Margarita Debayle. Esta mezcla de lo sensual y lo religioso persiste en Ite, missa est en serventesios alejandrinos.
Rubén Darío prosigue en Prosas profanas sus
homenajes a los franceses. En este caso es un responso por Verlaine,
donde todo el Olimpo, las liras y flautas, las ofrendas de muchachas y
los cantos deben elevarse y entonarse al poeta francés, convertido en el
dios Pan. Y termina el libro con el poema Yo persigo una forma,
soneto de alejandrinos donde Rubén Darío da expresión a la impotencia
de lograr la perfección formal y de contenido, la totalidad artística,
desde el estilo propio:
Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo,
(…)
Y no hallo sino la palabra que huye,
la iniciación melódica que de la flauta fluye
y la barca del sueño que en espacio boga;
y bajo la ventana de mi Bella-Durmiente,
el sollozo continuo del chorro de la fuente
y el cuello del gran cisne blanco que me interroga.
Este último poema de Prosas profanas anuncia
un cambio de rumbo. Rubén Darío habla de la insuficiencia del estilo
para expresar algo interior, propio, íntimo. Algo no se deja o no se
puede expresar como hasta el momento se ha estado expresando todo lo
demás. El giro que se anuncia da sentido al siguiente gran libro de
Rubén Darío: Cantos de vida y esperanza (1905). Desde la perspectiva del cambio de estilo entendemos los primeros versos del nuevo libro:
Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.
El poeta nos dice que es el mismo de Azul y de Prosas profanas,
aunque el estilo va a transformarse una vez más. Dibuja un autorretrato
metapoético de su propia evolución, en serventesios, distanciándose del
ayer en que “no más decía” y cuya historia narra en las siguientes
estrofas, y acercándonos al Rubén Darío reflexivo, subjetivo, vuelto
hacia sí mismo -cumpliendo con su ciclo de Año lírico estaría
en su otoño- en la dinámica de un arte menos preciosista, de una poesía
más pura. De hecho, topamos con aquellos versos tan memorables de Canción de otoño en primavera:
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
También ensaya una respuesta a la interrogación del cuello de cisne en un título de clara referencia a Prosas profanas: ¿Qué signo haces, oh cisne, con tu encorvado cuello?; mientras, aparecen Nocturnos
angustiados, rivalizando ya las jóvenes rosas de antes con la vejez
poética. No cabe duda de estar ante un libro de madurez atravesado por
nostalgias y por trascendencias, por el regionalismo americano y el tema
hispánico, donde surge el Rubén Darío más socio-político en un sentido
esencial y no sólo comprometido -más cercano a nuestro “tema de España”.
Los Cantos de vida y esperanza -dejando, como en el resto de libros, bastante en el tintero-, se cierra con el poema Lo fatal, buque insignia de la desembocada nueva actitud:
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y porlo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…
A partir de este libro, Rubén Darío ya no abandonará su otoño, donde se suceden los temas americanos y las angustias como en El canto errante (1907), o en Poemas del otoño (1910) o el Canto a la Argentina
(1914). Y el enigma del cisne, cual esfinge de Tebas, seguirá con su
interrogante cuello encorvado; las princesas, suspirantes, aún se verán
rodeadas de la vistosidad oriental; el arte seguirá teniendo en sí mismo
su propio valor, mientras los demás vivamos nuestro azul, nuestro
divino tesoro camino de la edad autumnal… Y el Oscar Wilde nicaragüense
seguirá manando de la fuente inmortal:
La Biblioteca Virtual Cervantes dedica al gran poeta una estupenda página web donde puedes recabar todo tipo de información.(…) Y el crepúsculo, en su suave amatista,
diluía la lágrima de un misterioso artista.Y ese artista era yo, misterioso y gimiente,
que mezclaba mi alma al chorro de la fuente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario