Barcelona, octubre de 1914. El
barco Antonio López parte del puerto con destino a Centroamérica. En el muelle,
Francisca Sánchez se despide entre lágrimas de su amado, Rubén Darío, príncipe
de las letras hispanas que se marcha para impartir conferencias de paz en
tiempos de guerra. Fue la última de muchas despedidas, nunca más volvería a ver
a su amado poeta.
Catorce meses después, una mañana, Francisca se entera por la prensa de que el padre de su hijo, también bautizado Rubén, ha muerto en su casa natal de Nicaragua. Una cirrosis aguda acabó con su vida, recién cumplidos los 49 años. La distancia y la falta de recursos de la época le impiden despedirse de él en el lecho de muerte. Sufre en silencio su ausencia y le guarda riguroso luto durante años. Se aferra entonces a un baúl azul que había comprado cuando ambos vivieron juntos en París y en el que guardó durante 40 años el legado literario, las cartas y objetos personales del nicaragüense.
El flechazo se produjo en la
primavera de 1899, cuando sus miradas se cruzaron por primera vez en la Casa de
Campo de Madrid. Él, enviado especial del diario argentino La Nación, departía
con Ramón del Valle-Inclán. Ella, hija del jardinero del rey Alfonso XIII, le
agasajó con una flor. El poeta quedó tan prendado de la belleza y frescura de Francisca,
que entonces tenía 24 años, que volvió días después, esta vez sin compañía.
El mismo año en que se conocieron, la pareja alquiló un piso en Madrid, en la calle Marqués de Santa Ana, 29. Compraron muebles. Dormitorio, comedor, cocina y una habitación que se habilitó como despacho para él. Francisca era una cocinera especial y se hizo popular por sus almuerzos entre los amigos del poeta. A su mesa se sentaban asiduamente otros literatos como Villaespesa, Valle-Inclán, Manuel y Antonio Machado, Azorín... La sopa de ajo, las chuletas de cerdo adobadas y los chorizos de Navalsauz le entusiasmaban a Darío. Se hacía traer frijoles de su país, y enseñó a Francisca a cocinarlos. Le gustaba terminar con un postre casero y nunca bebía vino en las comidas, siempre agua.
En 1901, La Nación requiere al
poeta como corresponsal en París. Francisca y su hermana pequeña, María, se
marchan con él. Vivieron allí varios años. Lo justo para que la abulense
aprendiera a leer y escribir. Tuvo como maestros a su marido y al poeta Amado
Nervo, que vivió con ellos una temporada. Él fue quien la bautizó como «la
princesa Paca». Rubén le elegía los trajes, los abrigos, las joyas... Y ella lo
lucía como si toda la vida hubiese vestido de este modo. Madame Darío la
llamaban los franceses al tratarla. Desde allí eligieron la orilla del Nalón en
Asturias, la pintoresca Valldemosa (Palma de Mallorca) y Málaga como lugar de
veraneo y descanso.
A pesar de que juntos vivieron
momentos maravillosos, pasaban largas temporadas separados. Darío viajaba mucho
para dar conferencias y en busca de inspiración. Esto hizo que, en los momentos
más cruciales de la vida de Francisca, Rubén no estuviera a su lado. Así, se
perdió el nacimiento de sus cuatro hijos, la muerte y entierro de los tres
primeros y el bautizo y la comunión de su hijo Rubén.
A ella le dolían las prolongadas
separaciones de su amado; él la esperanzaba con firmes promesas y con ruegos de
que le fuese fiel. Y fiel le fue toda la vida. No se atrevieron ni a hacerle
proposiciones; su postura moral les rechazaba de antemano. Y, aunque no vivía
espléndidamente, ella sabía que tenía más que todas, porque era la amada de un
príncipe.
Su relación epistolar era lo que
mantenía viva la llama: «Hoy te escribo, aunque hace mucho calor porque te
quiero tanto que no quiero que pase un día que no hable contigo», «te tengo un
inmenso cariño y no quiero, sino que seas dichosa y no pases nunca un mal día».
Ella fue su musa, a su lado escribió algunas de sus obras magistrales como 'Cantos de vida y esperanza' o 'Tierras Solares'. Francisca pasaba las noches en vela a su lado cosiendo y practicando la escritura para que a él no se le fuera la inspiración y evitar que cayera en las garras del alcohol. Sólo conseguía estar abstemio cuando pasaba largas temporadas con ella. La historia ha sido injusta con ella por el hecho de ser mujer y no ser la esposa legítima. En figuras determinantes de la Historia como Rubén, su biografía es fundamental para entender la obra. En este caso el amor entre ambos fue imprescindible para el devenir de todo.
Francisca descansa en el cementerio de Carabanchel (Madrid) desde agosto de 1963. Su príncipe, en la catedral de Nicaragua. «Seguramente, Dios te ha conducido para regar el árbol de mi fe, hacia la fuente de noche y de olvido, Francisca Sánchez, acompáñame...».
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