Empezamos la semana con un poema recomendado por nuestro compañero y profesor de Lengua Pedro Pablo Acevedo quien nos acerca la figura de un poeta de "allende los mares" Jorge Carrera Andrade "cantor del alma de las cosas"
Jorge Carrera Andrade nació en Quito, en 1903, y murió en la misma ciudad el 8 de noviembre de 1978. Es, con Gonzalo Escudero, Alfredo Gangotena, César Dávila Andrade y Jorge Enrique Adoum, uno de los mayores poetas ecuatorianos de este siglo y el más conocido en el exterior.
La evolución
poética de Carrera Andrade va estrechamente vinculada a sus desplazamientos por el mundo. Las partidas, los regresos, marcan los hitos de su poesía. A medida
que viaja, su poesía se enriquece, se extiende. Carrera Andrade aprendió de los poetas franceses del primer cuarto de siglo, en especial de Francis Jammes, por
mucho tiempo el santo de su devoción, y, por supuesto, de los haikú japoneses, cuyo espíritu estará presente aún en los poemas largos de la década del
cincuenta.
En estos años, precisamente, esta poesía cargada de amuletos de amor por el mundo empieza a nublarse, a sacudirse de incertidumbre. El poeta que había invitado a la dicha empieza a frecuentar las elegías ("Juan sin Cielo") y a plantearse cada vez más el mundo como un enigma. El poeta de la luz se plantea la sombra como tema, y el resultado es admirable. El mundo es una prisión, prisión terrena; está cerrado en sí mismo "como el sueño de una bellota" o como los cofres sumergidos de los piratas. Cuando este poeta de la luz descubre la sombra, logra sus mejores poemas.
Aquí yace la espuma
La espuma, dulce monja, en su hospital marino
por escalones de agua, por las gradas azules
desciende hasta la arena con pies de luna y lirio.
¡Oh Santa revestida con vellones de oveja!
Les dan una final cura de cielo
a las rocas heridas tus albísimas vendas.
¿De dónde tanta nieve caminante,
tantas flores saladas
y despojos de cirios y camisas de ángeles?
¡Oh monja panadera! De cristalinos hornos
fríos de eternidad, sacas infatigable
tus grandes panes blancos y esponjosos.
Despliegas el mantel de un festín de infinito
en donde el horizonte, en su plato de nubes,
sirve el manjar del sueño y del olvido.
También, obrera nívea, eres enterradora:
Llevas hasta la arena en paletadas
montones de cadáveres de pálidas gaviotas.
Ruedan sobre la orilla tus vanas esculturas
que pronto se deshacen
en un mármol soluble, en ingrávidas plumas.
Móvil, caída nube, al chocar con la tierra
expiras, pero se alza entre las rocas
cual fantasma gaseoso tu presencia.
Arremangado el manto sonante, casta monja
recorres suspirando
tu plantación errante de magnolias.
¿Con material de garzas y medusas
tu flotante y blanquísimo cimiento
va a sostener acaso la ideal arquitectura?
¡Frontera del abismo, guardada por palomas!
Tu ejército nevado avanza hacia la tierra
¡oh monja capitana! en batallas de aurora.
En la arena o las rocas hallas tu fresca tumba
mas vuelves a nacer a cada instante
y sin pausa atesoras en las conchas tu albura.
De las fieras del mar balsámica saliva
acaricia tus plantas de cristal y de hielo,
¡Santa Espuma, difunta en las gradas marinas!
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