sábado, 16 de febrero de 2019

80 años sin la voz de Antonio Machado

El próximo 22 de febrero se cumplen 80 años de la muerte de Antonio Machado en Colliure, la ciudad francesa a la que había llegado un mes antes tras huir de España ante el avance de las tropas franquistas.

Aquí os dejo el relato de sus últimos días:
Antonio Machado, un hombre «en el buen sentido de la palabra bueno», se situó siempre en las coordenadas de la izquierda. De ello queda constancia en sus artículos y en sus poemas.


El 14 de abril de 1931, al proclamarse la II República, fue el encargado de izar la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia, donde residía y ejercía de profesor de francés.



Cuando en 1936 los militares de Marruecos dieron su golpe de Estado, Machado ya había vuelto a Madrid. A finales de ese año la toma de la ciudad por los franquistas parecía inminente y el Gobierno de la República se trasladó a Valencia.




La Alianza de Intelectuales tomó entonces la decisión de evacuar a una serie de escritores a zonas más seguras del país. Machado, por su edad y por su importancia –y también porque era un hombre ya viejo y enfermo-, fue uno de los elegidos. 

Hasta su casa fueron Rafael Alberti y León Felipe para convencerlo. Él se resistía a abandonar Madrid. «Yo debería morir aquí», respondió cuando le aconsejaron que se trasladase a Valencia junto con el Gobierno. Accedió con la condición de que evacuaran también a su familia.


   

En Valencia, Machado y los suyos (su madre, su hermano José y la mujer y las hijas de éste) se alojaron inicialmente en el Palace, un hotel del centro que las autoridades republicanas habían renombrado como «Casa de la Cultura» y donde se concentraban los intelectuales.

Sin embargo, no estaba a gusto allí. Le requerían constantemente para charlas, tertulias o actividades y él prefería llevar una vida tranquila. Al cabo de unas semanas, lo trasladaron a Villa Amparo, un chalet situado en Rocafort, a las afueras de Valencia. En esa casa (que hace bien poco compró la Generalitat Valenciana) pasó una temporada relativamente plácida, por más que de vez en cuando se viera sobresaltado por los bombardeos que tenían lugar en zonas próximas.



En Villa Amparo trabajó Machado mucho. Escribió poemas artículos o conferencias como las que dio ante las Juventudes Socialistas Unificadas o en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura.

Fue en esa etapa valenciana cuando dio por finalizado «Poesías de la guerra», el que será su último libro, con poemas tan conocidos como el que dedicó al asesinato de Lorca («El crimen fue en Granada»), a la defensa de Madrid o a Enrique Líster.




En Villa Amparo le hicieron también esta foto, una de las que más se reproducen cuando se habla de las vicisitudes que debió atravesar en sus últimos años.




Pero, ante el temor a que Valencia quedara aislada, las autoridades republicanas conminaron a los Machado a embarcarse en una nueva mudanza. Esta vez se trasladaron a Barcelona. Era mayo de 1938.
Igual que en Valencia, los primeros días barceloneses transcurrieron en un hotel, el Majestic, pero pronto se instalaron en la Torre Castañer, un palacete de la zona de Sant Gervasi. Pese a la suntuosidad del edificio, no había carbón para calentarse, ni apenas alimentos.


El 22 de enero de 1939, cuando los franquistas ya estaban sobre Barcelona, los Machado se metieron en un coche facilitado por la Dirección de Sanidad para tomar el camino de los Pirineos.
A la familia la acompañan el escritor Corpus Barga, el filósofo Joaquín Xirau, el humanista Carles Riba y el filólogo Tomás Navarro Tomás. Y también los cientos de miles de españoles que, como ellos, trataban de cruzar la frontera. Empezaba lo que se conoce como «la Retirada».
En algún momento de ese camino del exilio José Royo hizo esta foto, la última que le tomaron en España. En ella se ve a un Machado exhausto y meditabundo junto a sus acompañantes, a las puertas de uno de los refugios que emplearon en su escapada.




Pasaron su última noche española en Viladasens. Cuando faltaba medio kilómetro para llegar a la frontera tuvieron que abandonar su coche y sumarse a la riada humana que pugnaba por cruzar los Pirineos. Ahí perdió sus maletas, con sus efectos personales y sus papeles.
En la aduana les esperaban unas arduas gestiones que superaron gracias a la mediación de Corpus Barga, que tenía permiso de residencia en Francia. Un coche les condujo a continuación hasta la estación de Cerbère, el primer pueblo francés en la línea de costa mediterránea.

Las autoridades permitieron que pasaran la noche en un vagón estacionado en vía muerta. En la estación de Cerbère alguien le sacó a Machado la que terminó siendo su última fotografía. Ésta:


A la mañana siguiente, fue Corpus Barga quien sugirió al grupo un destino que les permitiera evitar la crudeza de los campos de concentración de las playas del sur de Francia. Ese destino era una pequeña localidad costera del Rosellón: Collioure.




Era un lugar con cierta fama. Fue residencia de los reyes de Mallorca y sus costas y sus luces habían sido pintadas por Henri Matisse y André Derain, ambos abanderados del fauvismo. 
Llegaron a Collioure en tren. En la estación, se encontraron con un joven ferroviario al que preguntaron dónde podían instalarse. Ese hombre, al que veis aquí, se llamaba Jacques Baills y les sugirió que buscasen alojamiento en el hotel Bougnol-Quintana, a unos pocos metros.

El trayecto, efectivamente, era breve, pero llovía a mares y el frío era helador. Corpus Barga cogió en brazos a Ana Ruiz, la madre de Machado. La anciana, entre los achaques propios de la edad y los rigores de la huida desde España, estaba delirando.
«¿Llegaremos pronto a Sevilla?», le preguntaba a Corpus Barga mientras descendían por una calle en pendiente hasta el centro del pueblo. La pobre mujer estaba convencida de que iban de vuelta a su ciudad natal.

Adonde llegaron fue a una pequeña placita. Vieron una tienda abierta y entraron a refugiarse. Era la mercería de Juliette Figuères, quien tenía simpatías por la causa republicana y proporcionó a los Machado mantas, café caliente y un poco de conversación.
Les confirmó que, tal y como les habían dicho en la estación, no encontrarían mejor sitio que el Bougnol-Quintana. Su dueña, Pauline Quintana, también sentía simpatías por los republicanos españoles y los acogería de buen grado.
El hotel estaba justo enfrente de la mercería, pero entre uno y otra discurría el arroyo Douy. En aquel invierno bajaba tan crecido que era necesario rodearlo y los Machado se encontraban exhaustos. El marido de Juliette les consiguió un taxi para que fueran hasta allí.
En el hotel constataron que su dueña los recibía de buen grado y descubrieron que ya se hospedaban allí otros refugiados. Los instalaron en unas habitaciones de la segunda planta. En Collioure nadie sabía quién era Antonio Machado. Se trataba, simplemente, de un refugiado más.
Esa misma noche, o al día siguiente, pasó por el Bougnol-Quintana Jacques Baills, aquel ferroviario con el que los Machado se habían encontrado en la estación.
Le preguntó a Pauline Quintana si habían ido por allí unos españoles que le habían pedido indicaciones, y cuando se puso a mirar el libro de registro del establecimiento encontró en  él el  nombre de Antonio Machado.

El joven Baills recordó que, en sus clases de español, el profesor les había hecho copiar y memorizar varios poemas españoles, entre ellos algunos de un tal Antonio Machado. Baills aún podía recitar de memoria uno de ellos, el famoso «Recuerdo infantil».

Una tarde parda y fría 
de invierno. Los colegiales 
estudian. Monotonía 
de lluvia tras los cristales. 

Es la clase. En un cartel 
se representa a Caín 
fugitivo, y muerto Abel, 
junto a una mancha carmín. 

Con timbre sonoro y hueco 
truena el maestro, un anciano 
mal vestido, enjuto y seco, 
que lleva un libro en la mano. 

Y todo un coro infantil 
va cantando la lección: 
«mil veces ciento, cien mil; 
mil veces mil, un millón». 

Una tarde parda y fría 
de invierno. Los colegiales 
estudian. Monotonía 
de la lluvia en los cristales.

Al día siguiente, Baills acudió al hotel para hacerse el encontradizo. Machado estaba sentado en el comedor. El ferroviario se acercó y le preguntó: -¿Es usted Antonio Machado, el poeta? -Sí. Soy yo –respondió él sin el menor apasionamiento.
Empezó entonces una buena, aunque breve, amistad. Jacques Baills le prestó a Machado libros de Pío Baroja y Máximo Gorki. También una biografía de Blasco Ibáñez. Juliette Figuères, la mercera, le proporcionaba periódicos atrasados.

Un día, la señora Figuères supo que los hermanos José y Antonio Machado sólo disponían de una camisa cada uno. Cuando uno de ellos lavaba la suya, compartían la única que les quedaba, de forma que tenían que alternarse para bajar al comedor. En aquel momento, ella misma les regaló más camisas y algunas mudas. Es la mejor muestra de la pobreza extrema por la que pasó Machado en sus momentos finales.
Apenas salía. Sólo daba pequeños paseos por los alrededores del hotel y una vez le pidió a su hermano que le llevase a ver el mar. Fueron hasta la playa de Boramar, desierta en aquella época del año.

Su hermano José contó que Antonio se quedó mirando las casas de los pescadores y dijo: «Quién pudiera vivir ahí, tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación». No volvería a salir del hotel.

Unos días antes, por la tarde, Machado había bajado al salón del Bougnol-Quintana con un pequeño joyero que entregó a su propietaria. "Es tierra de España. Si muero en este pueblo, quiero que me entierren con ella. Mis días, señora, están contados".

Fue una premonición. Su salud cayó en picado. En torno al 20 de febrero, y tras dictar una carta al secretario de la Embajada de España en París, entró en coma. Falleció dos días después, 22 de febrero de 1939, a las tres y media de la tarde. Era Miércoles de Ceniza



Al amortajarle, encontraron entre sus ropas un papel con tres apuntes manuscritos. El primero era una conocidísima cita, en inglés, del «Hamlet» de Shakespeare: «To be or not to be»
El segundo, una transcripción de una de las canciones que le había escrito a su deseada Pilar de Valderrama, alias Guiomar: 

«Y te daré mi canción,
 “Se canta lo que se pierde”,
 con un papagayo verde que la diga en tu balcón.»

El tercer apunte fue el que quedó para la historia como su último verso, probablemente el inicio de un poema que comenzó a escribir allí, en Collioure, y que quedó inconcluso: 

                             «Estos días azules y este sol de la infancia»

Unos amigos de Pauline Quintana ofrecieron un nicho de su panteón familiar. Allí enterraron a Machado y allí enterrarían también a su madre, que falleció el 25 de febrero.

Los funerales de Machado, civiles por expreso deseo suyo, fueron multitudinarios. Desde todo el Rosellón llegaron cientos de exiliados que quisieron presentarle sus respetos. El cortejo hizo un recorrido por el centro de Collioure.


Casi veinte años después de su fallecimiento, en 1958, la familia que había cedido el nicho necesitó hacer uso de él y existía un riesgo cierto de que los restos de Machado y de su madre terminaran en una fosa común.
Pau Casals quiso correr con todos los gastos, pero no se lo permiteron, preferían una suscripción popular.

El intelectual catalán Josep Maria Corredor publicó en Le Figaro Littéraire un artículo titulado «Un grand poète attend son tombeau» que movilizó a intelectuales de todas partes del mundo.
Comenzó a llegar dinero con el que pagar una sepultura digna que se inauguró ese año.



Hace 60 años que Machado reposa en su tumba. El día de la inhumación, Casals quiso participar en el acto con su chelo, pero la familia prefirió evitar manifestaciones públicas en ese momento. Unos días después el músico acudió, en privado, al cementerio, colocó una silla ante la tumba e interpretó el "Cant dels ocells". 



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